«Fariña», una de las mejores series españolas de 2018, llega a Netflix

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Mar '24

El pasado 18 de julio fue desestimada la demanda contra Fariña(Libros del KO), de Nacho Carretero, una extensa crónica sobre el narcotráfico en Galicia. La serie Fariña, después del éxito de su emisión en el canal español Antena 3, esta semana llega a Netflix, y tiene todos los ingredientes para tomar el relevo de La casa de papel. Mientras tanto la mejor serie española en lo que va de año, puro nordic noirgallego, ya ha recibido su primer premio: el ALMA a mejor guion. La analizamos (con los inevitables spoilers).

Fariña narra la vida acelerada de Sito Miñanco (Javier Rey). En diez episodios —cada uno ambientado en un año de la década de los años ochenta— se muestra cómo deja la pesca para dedicarse al tráfico de tabaco; cómo abandona a su mujer y a sus hijos gallegos porque se enamora de Camila Reyes, barco pirata con bandera panameña, y cómo, gracias a ella, cambia el destino de su Galicia natal al crear un oleoducto colombiano que inyectará, a través de la Costa de la Muerte, la fariña, la harina, la cocaína que a partir de entonces esnifará toda Europa.

Ese relato de malformación está narrado en clave de thriller. Los clanes de traficantes de la ría de Arosa (Oubiña, Charlines, Terito, el propio Miñanco) son investigados por el sargento Darío Castro (Tristán Ulloa) y su equipo. En una región castigada por el desempleo, la delincuencia organizada recluta tanto los brazos como la complicidad de los hombres. Pero el policía no cesará en su fijación por meterlos a todos en la cárcel. El ritmo narrativo de la serie es obsesivo como ese empeño, montaña rusa con diez años de vaivenes, calma chicha y subidones.

El guion y la actuación se sincronizan con tal virtuosismo que sería posible obtener de ellos, abordándolos por separado, dos interpretaciones distintas pero complementarias de Fariña.

Si nos limitáramos a escucharla —esos diálogos pronunciados íntegramente por actrices y actores gallegos, esa banda sonorasocioeconómica y generacional— nos encontraríamos con una historia con fuertes paralelismos con la de Narcos o la de Gomorra, pero con importantes diferencias. Si en Colombia o en Italia el tráfico de drogas conduce fatídicamente a la violencia salvaje, en Galicia son raros los crímenes de sangre. Y mientras que en los cárteles de Medellín y Cali y en la camorra napolitana la lógica generacional implica el asesinato del padre, la de Galicia respeta al caudillo.

Si nos limitáramos a ver Fariña sin volumen, sin escucharla, dejándonos secuestrar por la gestualidad del reparto, por las coreografías de la puesta en escena en un paisaje de llovizna y acantilado, constataríamos ese respeto a ultranza. Fijándonos, por ejemplo, en Manuel Charlín (Antonio Durán Morris), en cómo su relación con sus dos hijos adultos es absolutamente manual: una intermitente ráfaga de hostias, manotazos, puñetazos, tortazos y coscorrones. El espectador se pasa diez capítulos esperando la rebelión, el parricidio: pero nunca llega. En Galicia el poder castrador del caudillo —parece sugerir la serie— no tiene fecha de caducidad.

Miñanco es recibido como nuevo miembro de la mesa de la cooperativa de contrabandistas —narcotraficantes inminentes— a la hora de comer (mantel azul, vino tinto y pan recién cortado). Así se expresará repetidamente el espíritu del patriarcado: con una mesa donde un grupo de hombres come, bebe, habla y bromea.

Mientras ellos se relacionan así, las mujeres seleccionan a mano las sardinas de la conservera o rebozan pescado para la cena. Excepcionalmente, cuando ellos tengan que fugarse a Portugal, buscados por la policía, ellas se reunirán alrededor de una mesa de cocina y se tomarán un café con leche mientras acuerdan qué hacer con los negocios familiares.

En Fariña las manos crean su propio lenguaje. A través de ellas podemos entender lo que ocurrió en Galicia durante los años ochenta y —como los buenos relatos son siempre al mismo tiempo locales y universales— el proceso de transformación que ha experimentado el mundo occidental en este cambio de siglo.

Sigamos esas manos sin voz, entendamos su gramática, su sintaxis, su brutal elocuencia. Las manos de Sito en el timón de la lancha. Las cadenas humanas que transportan cajas desde las planeadoras hasta los camiones. El sargento Castro siempre con un cigarrillo entre los dedos, tosiendo siempre su enfermedad. La gente que coge los billetes del suelo mojado, después de que se agrieta un almacén lleno de dinero negro.

La policía que piensa con las manos: haciendo fotografías, pegándolas en un mural, tomando notas, fumando cigarros mientras trazan flechas y escriben nombres. Las manos que masturban, que tiran rayas, que sujetan cubatas, que apuestan a la ruleta, que aguantan teléfonos durante llamadas internacionales. Las mujeres que cuentan billetes.

Si en el primer capítulo (1981) las manos de los protagonistas son omnipresentes, en el octavo (1988) ya han desaparecido por completo. Solo el policía es presentado al final del episodio con un plano detalle de la taza de café con leche que le lleva a Carmen Avendaños (Iolanda Muiños), la líder de la asociación de madres de drogadictos, que está en el calabozo. Todos los narcos han dejado de ser manuales. Encargan palizas en la cárcel, dan discursos, dirigen casinos: han olvidado el peso de las cajas de tabaco, el tacto del timón de las planeadoras, la viscosidad de las sardinas de la conservera.

Como ha explicado el sociólogo Richard Sennett, el capitalismo es hostil a la artesanía, las finanzas tienden a romper el vínculo entre el trabajo y el sudor concretos y la higiénica abstracción de la economía. En Galicia, la crisis de la pesca y la explosión del narcotráfico son la cara y cruz de la misma moneda.

Fariña retrata con guion, dirección e interpretaciones de altísimo nivel ese momento en que empezamos a olvidarnos de nuestras manos, pero —por suerte— no de nuestros padres.

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